El hombre y la mujer son complementarios



 Ha habido hombres y ha habido mujeres, pero no ha habido seres humanos. El hombre solo no será capaz de llegar muy lejos. La mujer sola simplemente será un estan­que de energía sin posibilidad alguna de movi­miento dinámico. Cuando ambos están juntos son complementarios. Ninguno está por encima del otro. Los complementarios jamás están arriba o abajo, son iguales. Juntos conforman un todo, y juntos pueden crear una santidad que no resulta posible para ninguno por separado. 

Un hombre, para ser realmente masculino, ha de ser aventurero, creativo, ha de ser capaz de to­car tantas iniciativas en la vida como le sea posi­ble. La mujer, para ser de verdad una mujer, ha de ser un estanque de energía detrás del hombre, para que la aventura pueda disponer de tanta energía como sea posible. La energía será necesaria para que la aventura pueda tener cierta inspiración, cierta poesía, de modo que el alma aventurera pue­da relajarse en la mujer y verse rellenada con vida, rejuvenecida. El hombre y la mujer, juntos, moviéndose de manera positiva, son un todo. Y la verdadera pa­reja -y hay muy, pocas parejas verdaderas- es una en la que cada uno se ha unido con el otro de una forma positiva. Si ambas partes son conscientes del hecho de que se trata del encuentro de opuestos, de que no hay necesidad de convertirlo en un conflicto, en­tonces es una gran oportunidad para comprender y asimilar el punto de vista totalmente opuesto. De esa manera, la vida de un hombre y de una mujer, juntos, puede convertirse en una hermosa armonía. 

El enfoque femenino y el enfoque mas­culino son tan distintos que a menos que se lleve a cabo un esfuerzo consciente, a menos que se convierta en vuestra meditación, no existe espe­ranza de disfrutar de una vida apacible. Siempre que dos personas se encuentran, se crea un mundo nuevo. Su simple reunión le da vi­da a un nuevo fenómeno, que antes no existía, que nunca había existido. Y a través de ese nuevo fenómeno ambas “personas” son modificadas y transformadas. Vosotros creáis la relación, pero dicha relación también os crea a vosotros. Si nuestras relaciones con las personas con­tienen la gran comprensión de que al otro habría que concederle una libertad total para que pueda seguir siendo lo que es, quizá con cada momento se pueda revelar más y más belleza. Haced que el amor de la gente sea libre, haced que la gente no sea posesiva. Pero esto solo puede suceder si en vuestra meditación descubrís vuestro ser. La intimidad con una mujer o con un hombre es mejor que tener muchas relaciones superficia­les. 

El amor no es una flor de temporada, requie­re años para crecer. Y solo cuando crece va más allá de la biología y empieza a tener algo de lo espiritual en su naturaleza. Estar con muchas mu­jeres o con muchos hombres os mantendrá super­ficiales; quizá satisfechos, pero superficiales; ocupados, desde luego, pero no de un modo que os vaya a ayudar en el crecimiento interior. Pero una relación de uno a uno, sostenida para que po­dáis comprenderos de manera más personal, aporta un beneficio tremendo. Continuad buscándoos, encontrando maneras nuevas de amaros, de estar juntos. Cada persona es un misterio infinito, inagotable, insondable, de modo que no es posible que alguna vez podáis decir: “La he conocido”, o: “Lo he conocido”. Como mucho, podréis decir: “He intentado todo lo que he podido; pero el misterio sigue siendo un misterio”. De hecho, cuanto más conocéis, más misteriosa se vuelve la otra persona. Entonces el amor es una aventura constante. En un mundo mejor, con personas más medi­tativas, con un poco más de iluminación en la Tie­rra, la gente amaría, amaría inmensamente, pero su amor seguiría siendo una unión, no una relación, y no digo que ese amor llegará a ser únicamente momentáneo. 

Existen todas las posibilidades de que ese amor sea más profundo que el vuestro, que posea una cualidad más elevada de intimidad, que tenga más poesía y más de Dios en él. Y existe to­da la posibilidad de que ese amor dure más de lo que vuestra así llamada relación pueda llegar a du­rar jamás. Pero no lo garantizaría la ley, ni los tri­bunales ni la policía. La garantía sería interior. Sería un compro­miso desde el corazón, una comunión silenciosa.

 Osho

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